martes, 1 de julio de 2008

MUNDO FELIZ, MUNDO CRUEL (PRIMER CAPÍTULO: EDUARDO, PRIMERA PARTE)

Se acaba el día. Ahora viene lo malo: llegar a casa, el silencio, la desolación de un hogar devastado por la enfermedad y la muerte. Un hijo entregado con egoísmo a los brazos de sus abuelos maternos, sin plantearse la capacidad o incapacidad educativa de los progenitores de la difunta madre. Un televisor mudo que ilumina la estancia donde cada noche muere un poco más. Una cocina en desuso, salvo el rincón reservado al congelador y el microondas, cerquita, muy cerquita el uno del otro, no sea que le dé por desviarse e intentar ser feliz dedicándose al arte culinario. Un sofá que recibirá, como cada noche, su pesado cuerpo con la docilidad de un cachorrillo; pesado el cuerpo no por la masa en sí, sino por el cansancio de vivir acumulado durante los últimos años. Un armario lleno de libros nunca leídos, guardados bajo llave: “Éste le habría gustado tenerlo, éste habría sido uno de sus favoritos”; y nunca deja de comprar libros para un fantasma, libros atrapados, después de ser adquiridos, en el hueco entre la pared y una puerta de madera con una cerradura, libros olvidados por no poder olvidarla a ella. Y una cama. Una cama fría que nunca ha vuelto a ocupar nadie, ni siquiera él, una cama que no ha sido profanada por nadie, para no perder el olor de su pelo en la almohada, de su cuerpo en las sábanas. Aunque nunca se acerca a olerlo, por si se escapa algo al deshacer el altar.
Al principio parecía que el tiempo lo curaría. Eso mismo le dijo el psicólogo cuando, meses más tarde, se dio cuenta de lo mal médico que era el tiempo. Y también se lo dijeron en la terapia de grupo a la que comenzó a asistir cuando el psicólogo ya no era suficiente. Lo decían personas en su misma situación, o al menos eso querían hacerle creer, que estaban en su misma situación. Pero no era cierto: aquellas personas querían vivir; de hecho, estaban vivos. Él estaba muerto, había muerto con ella.
“Debes luchar por tu hijo”, sus padres, sus hermanos, sus cuñados (antes de dejar de compadecerle y retirarle la palabra y hasta el gesto), todos le decían lo mismo. No le interesaba, no quería luchar, su hijo no le había necesitado nunca. Ambos habían necesitado a la misma persona, y ninguno de los dos la tenía ya. Después de todo, el niño era sólo un niño, podría superarlo, volvería a tener vida. Él no, a él se la habían arrancado a tirones. Y, si permanecía a su lado, acabaría por hacer lo mismo con la vida del crío, le consumiría, le destrozaría sin darse cuenta, porque ya no quería ser feliz.
“Nosotros también hemos perdido una hija”, sus suegros, cuando fue a abandonar definitivamente al inocente, trataban de persuadirle empleando ese recurso impío. Sí, habían perdido una hija, y por eso les regalaba lo que quedaba de ella en el mundo: el niño; ahora, ellos podrían superarlo mejor. Él no, él nunca podría superarlo. Y es posible incluso que lo hiciera de corazón, por los abuelos y por el nieto. Pero esto no le eximía de aparecer como un ser horrible ante sus propios ojos.
“Un día te levantarás y te darás cuenta de que ha vuelto a amanecer”, como si el enteradillo de la mesa de enfrente de su cubículo de la oficina tuviera alguna idea de lo vacío que se había quedado su corazón, como si a él le hubiese ocurrido algo similar, siempre con una sonrisa estúpida de hombre ingenuo con hijos estudiosos, esposa perfecta, casa en las afueras, reuniones de fin de semana con los amigos mientras los abuelos cuidan de los hijos... “Yo también era así, ignorante, yo también lo tenía todo”, decía para sí mismo, la vista siempre clavada en su escritorio, en la pantalla del ordenador, en cualquier lugar distinto de los ojos que le miraban con compasión o las caras que le sonreían con tristeza.
“Debes sobreponerte, algún día tendrás que empezar a vivir de nuevo”; pero ninguno de sus viejos amigos podía comprender lo lejos que quedaba ese día de su existencia, lo poco interesante que le resultaba hacer cualquier cosa que no fuese levantarse, vestirse, ir a trabajar, comer, beber agua, volver a casa y dormir; una rutina que le había costado casi dos años volver a recuperar. Y habían pasado tres. No quería luchar, no quería comprender, no quería que amaneciera, no quería sobreponerse ni empezar a vivir de nuevo. Sólo quería cumplir su sentencia, la sentencia autoimpuesta.
Debía cumplir su sentencia.
Porque era él quien conducía aquel día; era él quien iba discutiendo un problema de trabajo por teléfono; fue él quien se saltó el stop...