viernes, 23 de mayo de 2008

TE LO PROMETO



Habían vuelto a hacerlo. La palabra PROMESA carecía ya de significado para ella: le habían hecho tantas y todas incumplidas... Como cuando le prometieron comprarle la bicicleta si dejaba de llorar. Entre hipidos y sollozos entrecortados, consiguió reprimir las lágrimas, y se secó la cara pensando: “Al menos... No será lo mismo, pero tendré una bicicleta”. Todo volvió entonces a la normalidad. Y tanto. Porque nunca le regalaron la bicicleta. Le aseguraban que la querían muchísimo, que era lo más importante para ellos. Por eso no lo entendía. También recordó aquella vez, cuando le prometieron un viaje a Disneylandia. Se había escondido en el armario y no quería salir. Aunque las puertas eran delgadas, el armario era el lugar más seguro de la casa para ella, su refugio. De allí sólo podían hacerla salir con promesas. Promesas incumplidas a priori, como siempre; pero ella era una niña, ingenua como una niña, inocente como una niña; ¿por qué no iba a creerlas? No hubo bicicleta y no hubo Disneylandia. No hubo cambios.
Durante unas vacaciones de verano, cuando el calor era insoportable y comenzaba el sudor a humedecer sus esperanzas, creyó realmente que las promesas comenzarían a cumplirse. Su padre llegó con una gran noticia: nos vamos a la costa. He alquilado un apartamento para pasar el mes de Agosto. Su madre pasó los últimos días de Julio sonriendo a pesar de todo. Tal vez ahora sí cambiasen las cosas. Sí, ahora cambiaría todo y por eso se lo contó a todas sus amigas. Iban a pasar las vacaciones fuera, como todos los compañeros de clase, como las familias normales que cumplían sus promesas. Pero llegó Agosto y, como cada año, el dinero para pagar el apartamento ya no estaba, se había evaporado, había desaparecido y, simplemente, ya no estaba. No hubo cambios tampoco entonces. Así que pasó la mayor parte del mes de asfixia estival metida dentro del armario, imaginando que sus estúpidamente felices muñecas iban a la playa y se tostaban al sol y no tenían ningún problema. A ellas, nadie les hacía absurdas promesas, nadie las engañaba. Eso sí: a veces, las tenía que castigar, como la tarde en que Barbie Malibú tomó demasiado sol y Ken tuvo que partirle un brazo para que no volviese a hacerlo.
Fue después de aquel verano, poco avanzado aún el nuevo curso.
Cada tarde, al salir del colegio, corría a casa pensando: “Hoy cambiará todo. Hoy cumplirán sus promesas”. Cada trote, cada movimiento muscular, cada balanceo de su melena, a un lado y a otro de su cara, cada paso... cada segundo soñaba con ese cambio: “Hoy cambiará todo”. Y así cargaba su mochila, más llena de esperanzas que de libros, hasta su casa. Acababa agotada al finalizar la jornada escolar, pero aún tenía fuerzas para soñar con una promesa cumplida: sólo tenía diez años. Debía soñar.

Aquella tarde, como siempre, llegó a casa sudando, alterada, despeinada por la carrera. Llamó a la puerta de su casa, tras la cual apareció, al abrirse, su madre, sonriente; la besó en la mejilla, como siempre; le preparó la merienda, como siempre; la ayudó a hacer los deberes, como siempre. Hasta la hora de la cena, no había cambiado nada. Aunque eran éstas las cosas que no quería que cambiaran: el olor a café por la mañana, cuando su madre se levantaba muy temprano para dirigir los acontecimientos cotidianos que se sucederían, al menos, hasta el mediodía; las tareas del colegio y los juegos con sus compañeros de clase; las excelentes notas de estudio tras su merecido esfuerzo; los paseos con su madre los sábados por la mañana, el único día de la semana que la acompañaba a hacer la compra y se tomaban un pastel juntas... Su infancia de niña normal, de niña feliz como las demás.
Llegó su padre del trabajo, cansado y ceñudo, como siempre. Y se sirvió un whisky, como siempre. Y ella empezó a pensar que tampoco hoy cambiaría nada.
Desde su dormitorio, comenzó a oír los gritos ¿Y la botella? Se habrá terminado, y ojalá se terminen todas ¿La has escondido? ¿Me quieres amargar la vida? Ya me la has amargado bastante ¿Yo? ¿Y tú a nosotras, qué? ¡Borracho! ¿Y la niña? ¡NO, la niña no! ¡Déjala en paz! Los mismos pasos por la escalera, fuertes y ruidosos, como siempre, tan rápidos que apenas pudo llegar al armario. Pero llegó. Sin embargo, había algo atravesado que le impedía abrir la puerta. Los pasos estaban cada vez más cerca, y la puerta del armario no se abría. El contundente golpe de la rígida puerta contra la pared le hizo volver la cara, un rostro lleno de pánico. Gritó, suplicó e incluso insultó, en su desesperación por no ser atacada... como siempre. Fue, involuntariamente, de un lado a otro de la habitación, siendo golpeada e insultada, pateada, abofeteada, por quién sabe qué delito ¿Nacer, tal vez? En un descuido de su agresor, corrió al armario, y por fin pudo abrirlo. Por más empujones y patadas, el energúmeno no logró hacer ceder aquella bendita puerta. Ella siempre pensó que Dios empujaba desde dentro para que no se abriera ni se rompiera.
Esperó, como siempre, a que se calmaran las aguas. Sabía qué ocurriría en las horas sucesivas: su madre, después de haber mirado sin atreverse a intervenir, aquella misma madre amorosa que le preparaba el desayuno cada mañana como si realmente la quisiera, pero que era incapaz de evitarle aquel profundo dolor, le hablaría después desde el otro lado del armario: “ Las cosas van a cambiar, cariño. Hemos estado hablando. Papá lo siente mucho; está muy arrepentido, y va a asistir a terapia. Todo va a cambiar, te lo prometo. Anda, sal, que mañana iremos a elegir tu bicicleta... Te lo prometo”. Palabras y promesas, como siempre. Palabras y promesas que ella ya ni siquiera oía. Eran como un murmullo sobre su subconsciente. No significaban nada, ya no eran importantes, como dos años atrás; dos años cayéndose por la escalera, tropezándose con la mesa o perdiendo el equilibrio en la bicicleta que no tenía; porque, para que nadie lo supiera, ella tenía que decir que era muy torpe. Dos años de promesas.
Miró al enchufe del armario y recordó algo que había aprendido en clase. Se subió sobre la cajonera y descolgó una percha de alambre. Mientras la dirigía hacia el enchufe, pensó: “Todo va a cambiar, te lo prometo”.
- Cariño... ¿estás bien?
Ahora sí.