lunes, 28 de julio de 2008

MUNDO FELIZ, MUNDO CRUEL (PRIMER CAPÍTULO: NICOLÁS, PRIMERA PARTE)

NICOLÁS (1)
Una noche más. No lo hace por infligir un daño a nadie, como piensan muchos. Él desearía no hacerlo, pero es superior a sus deseos conscientes. Ya acudió a un especialista, aunque jamás se lo contó todo ni lo contó en casa, pero no pudo ayudarle. Cada vez es más difícil controlarlo. Detiene su camión en algún páramo solitario, respira varias veces: le está ocurriendo, no puede permitirlo, pero siente el oxígeno enquistado en su garganta, sin poder hacer nada para que continúe su camino hacia los pulmones. Está ocurriendo, no puede ser, vuelve a ocurrir, me transformo, no puedo permitirlo: “Soy Nicolás Barajas Seco; los amigos me llaman el Seco; conduzco un camión de mercancías; mi esposa me quiere; mis hijos me quieren; y yo les quiero a ellos. Soy feliz, lo tengo todo, soy feliz”. Lo está intentando una vez más, control, control, control... Pero todo es inútil. Le falta el aire, se asfixia. Una vez más, sólo una vez más. La enfermedad fue un golpe de mala suerte, no va a ocurrir nada esta vez. Sólo esta vez. Sólo una vez más. Pone en marcha su camión y reanuda el camino. Lo ve. Es un chico muy alto, en un arcén de la carretera. Es de noche y no lo distingue bien, pero cree que es muy guapo, aunque con ese disfraz de furcia apenas puede distinguir su verdadera belleza. A él no le gustan los hombres, nunca le han gustado, él es muy macho, de los más machos de la flota. Esto es sólo una enfermedad, y la va a superar. Lo tiene controlado. Sólo una vez más y nunca más ¿Cuánto? A través de la ventanilla. Veinte euros por mamarla y cincuenta por darme... Vale, sube. Unos metros más adelante se desvía del camino. Detiene el camión en un llano, junto a un terraplén. Está impaciente, pero no quiere reconocerlo. Quítate ese disfraz de mierda. Se baja la cremallera del pantalón. Para mujer, ya tengo a la mía en casa. Se altera cuando el chico le dice que seguro que no es tan mujer como él. Tú no eres una mujer, no eres más que un maricón de mierda. Se altera más aún. Le agarra del pelo y dirige la cabeza del chico hacia su bragueta. El chico protesta. Me haces daño, por favor. Lloriquea. No me hagas daño, haré lo que quieras. Te lo hago gratis, pero no me hagas daño. Llora. El Seco se siente más y más fuerte. Maricón de mierda, deja de llorar. Le arroja fuera del camión y después se baja él. No puede contener su furia, acrecentada por las lágrimas del travesti. Aunque el joven intenta correr, los tacones y la tierra no son buenos amigos; tropieza y cae al suelo. El Seco se baja los pantalones después de golpearle varias veces con los pies en el estómago y en el pecho. Lo viola para descargar su furia, pero no consigue dominarla. Eyacula en su interior y continúa golpeándole, esta vez con los puños, en la cabeza. Cuando consigue calmarse, siente las manos pegajosas. Apenas ve, la noche es muy oscura, pero sabe que sólo puede ser sangre. Ya no oye las lágrimas del joven. Intenta que le hable, le zarandea, pero su cabeza está abierta. Al Seco le duelen las manos, no puede cerrar los puños. De rodillas sobre la tierra ensangrentada, abraza al joven, llora, le pide perdón. Pero ya sólo puede hacer una cosa: borrar las huellas. Él no merece ir a la cárcel; es sólo un enfermo, un pobre desgraciado; no le gustan los hombres, nunca le han gustado. Y no le gusta hacer daño a nadie, sus compañeros lo saben, sus amigos lo saben, su familia lo sabe. Es una buena persona. Esto es sólo una enfermedad, y las enfermedades se curan. No, no merece ir a la cárcel. Ha sido otro error, pero no merece ir a la cárcel por ello, destrozar a su familia, perder su buena reputación. Debe ocultar las huellas. Tal vez ni siquiera llegue a los medios ¿A quién le importaría? Debe ocultarlo y largarse de allí. No hay luz, no pasa nadie, nadie lo sabe, nadie le ha visto, nadie conoce a ese Seco, ni él mismo. Allí no ha ocurrido nada. Busca en su camión un bidón de ácido. Arrastra el cuerpo sin vida y el bidón en busca de algún desnivel del terreno. La ausencia de luz dificulta su labor. Cuidado, no vayas a caerte tú, se dice. Porque si te ocurre algo todo se sabrá, y eso no puede ocurrir. Tú eres una buena persona, esto se va a acabar. Al fin, un lugar apartado rodeado de maleza. Aquí tardarán siglos en encontrar los restos, si es que lo logran. No ve el cartel, unos metros más allá. Vuelve a su camión, se quita toda la ropa y se pone muda limpia. Tiene las manos llenas de tierra y sangre, pero eso es fácil de eliminar. Nadie lo sabrá nunca. Ya no hay huellas, ya no hay nada, y del chico quedará poco en unas horas...
Pobre criatura, qué le habría hecho a nadie. Sí que ha llegado a los medios, sí que se ha sabido. Cometió el error de arrojarlo en la fosa de una obra: había tan poca luz... Su esposa se lleva la mano a la cara, como si le importara de verdad ese chico. Pobre criatura, ¿quién habrá sido el salvaje?, mientras él piensa si quedaría algo por eliminar. Los hay desalmados, qué no tendrán en su casa para hacerle eso a un muchacho... Desde luego, responde el Seco, desde luego que los hay bestias...

martes, 1 de julio de 2008

MUNDO FELIZ, MUNDO CRUEL (PRIMER CAPÍTULO: EDUARDO, PRIMERA PARTE)

Se acaba el día. Ahora viene lo malo: llegar a casa, el silencio, la desolación de un hogar devastado por la enfermedad y la muerte. Un hijo entregado con egoísmo a los brazos de sus abuelos maternos, sin plantearse la capacidad o incapacidad educativa de los progenitores de la difunta madre. Un televisor mudo que ilumina la estancia donde cada noche muere un poco más. Una cocina en desuso, salvo el rincón reservado al congelador y el microondas, cerquita, muy cerquita el uno del otro, no sea que le dé por desviarse e intentar ser feliz dedicándose al arte culinario. Un sofá que recibirá, como cada noche, su pesado cuerpo con la docilidad de un cachorrillo; pesado el cuerpo no por la masa en sí, sino por el cansancio de vivir acumulado durante los últimos años. Un armario lleno de libros nunca leídos, guardados bajo llave: “Éste le habría gustado tenerlo, éste habría sido uno de sus favoritos”; y nunca deja de comprar libros para un fantasma, libros atrapados, después de ser adquiridos, en el hueco entre la pared y una puerta de madera con una cerradura, libros olvidados por no poder olvidarla a ella. Y una cama. Una cama fría que nunca ha vuelto a ocupar nadie, ni siquiera él, una cama que no ha sido profanada por nadie, para no perder el olor de su pelo en la almohada, de su cuerpo en las sábanas. Aunque nunca se acerca a olerlo, por si se escapa algo al deshacer el altar.
Al principio parecía que el tiempo lo curaría. Eso mismo le dijo el psicólogo cuando, meses más tarde, se dio cuenta de lo mal médico que era el tiempo. Y también se lo dijeron en la terapia de grupo a la que comenzó a asistir cuando el psicólogo ya no era suficiente. Lo decían personas en su misma situación, o al menos eso querían hacerle creer, que estaban en su misma situación. Pero no era cierto: aquellas personas querían vivir; de hecho, estaban vivos. Él estaba muerto, había muerto con ella.
“Debes luchar por tu hijo”, sus padres, sus hermanos, sus cuñados (antes de dejar de compadecerle y retirarle la palabra y hasta el gesto), todos le decían lo mismo. No le interesaba, no quería luchar, su hijo no le había necesitado nunca. Ambos habían necesitado a la misma persona, y ninguno de los dos la tenía ya. Después de todo, el niño era sólo un niño, podría superarlo, volvería a tener vida. Él no, a él se la habían arrancado a tirones. Y, si permanecía a su lado, acabaría por hacer lo mismo con la vida del crío, le consumiría, le destrozaría sin darse cuenta, porque ya no quería ser feliz.
“Nosotros también hemos perdido una hija”, sus suegros, cuando fue a abandonar definitivamente al inocente, trataban de persuadirle empleando ese recurso impío. Sí, habían perdido una hija, y por eso les regalaba lo que quedaba de ella en el mundo: el niño; ahora, ellos podrían superarlo mejor. Él no, él nunca podría superarlo. Y es posible incluso que lo hiciera de corazón, por los abuelos y por el nieto. Pero esto no le eximía de aparecer como un ser horrible ante sus propios ojos.
“Un día te levantarás y te darás cuenta de que ha vuelto a amanecer”, como si el enteradillo de la mesa de enfrente de su cubículo de la oficina tuviera alguna idea de lo vacío que se había quedado su corazón, como si a él le hubiese ocurrido algo similar, siempre con una sonrisa estúpida de hombre ingenuo con hijos estudiosos, esposa perfecta, casa en las afueras, reuniones de fin de semana con los amigos mientras los abuelos cuidan de los hijos... “Yo también era así, ignorante, yo también lo tenía todo”, decía para sí mismo, la vista siempre clavada en su escritorio, en la pantalla del ordenador, en cualquier lugar distinto de los ojos que le miraban con compasión o las caras que le sonreían con tristeza.
“Debes sobreponerte, algún día tendrás que empezar a vivir de nuevo”; pero ninguno de sus viejos amigos podía comprender lo lejos que quedaba ese día de su existencia, lo poco interesante que le resultaba hacer cualquier cosa que no fuese levantarse, vestirse, ir a trabajar, comer, beber agua, volver a casa y dormir; una rutina que le había costado casi dos años volver a recuperar. Y habían pasado tres. No quería luchar, no quería comprender, no quería que amaneciera, no quería sobreponerse ni empezar a vivir de nuevo. Sólo quería cumplir su sentencia, la sentencia autoimpuesta.
Debía cumplir su sentencia.
Porque era él quien conducía aquel día; era él quien iba discutiendo un problema de trabajo por teléfono; fue él quien se saltó el stop...