viernes, 15 de agosto de 2008

Y TANTO TE AMÉ


Si dijera que te he olvidado, no sólo mentiría, sino que me estaría engañando a mí misma. Yo no quiero recordarte, yo no quiero pensarte, no quiero verte, ni al cerrar los ojos ni al abrirlos, no quiero querer abrazarte cuando te veo; yo sólo quiero dejar de sentirte, como te sentí durante casi cinco años, como te sigo sintiendo ahora, ahora que ya no estás, ahora que hemos fracasado, ahora que de nuevo debemos decir TAMPOCO ÉSTA ERA NUESTRA OPORTUNIDAD.
Tú nunca creíste que yo te quisiera. Sin embargo, fue tanto lo que te amé, que cambié por ti. Tanto te amé, que abandoné mi vida anterior por ti. Tanto te amé, que aprendí a amar de verdad. Tanto te amé, que cualquier objeto me parecía inútil si no lo disfrutaba contigo, cualquier película era aburrida si no acariciaba tu cabeza en mi regazo, dormido y abrazado a mis piernas, mientras la veía. Tanto te amé, que cualquier libro carecía de final si no lo comentaba contigo al acabar de leerlo. Tanto te amé, que ningún día parecía anochecer si no te veía cenando junto a mí. Tanto te amé, que no había mar suficiente para nadar si tú no me estabas mirando desde la arena. Tanto te amé, que el cielo me parecía un pequeño punto sobre mi cabeza cuando te miraba, y ninguna estrella, ningún astro, nada en el universo se me hacía tan grande como sentir un abrazo tuyo. Tanto te amé, que cualquier palabra, con tu voz, se me antojaba una canción. Tanto te amé, que dejé de pensar que hubiese más hombres caminando sobre la tierra. Fue tanto lo que te amé, que me fabriqué una ilusión en torno a una familia que no era mía, sino tuya y de otra mujer. Tanto te amé, que si no me decías TE QUIERO antes de dormir, yo no podía conciliar el sueño. Tanto te amé, que me impliqué de lleno en tu vida, tanto que empecé a vivir tu vida. Tanto te amé, que me inventé un futuro contigo, a pesar de saber que no lo había. Tanto te amé, que no quise hacerte daño, y me lo hice yo misma. Tanto te amé, que tuve que dejarte.
Y tanto te amé, que ahora no puedo dejar de amarte.

lunes, 28 de julio de 2008

MUNDO FELIZ, MUNDO CRUEL (PRIMER CAPÍTULO: NICOLÁS, PRIMERA PARTE)

NICOLÁS (1)
Una noche más. No lo hace por infligir un daño a nadie, como piensan muchos. Él desearía no hacerlo, pero es superior a sus deseos conscientes. Ya acudió a un especialista, aunque jamás se lo contó todo ni lo contó en casa, pero no pudo ayudarle. Cada vez es más difícil controlarlo. Detiene su camión en algún páramo solitario, respira varias veces: le está ocurriendo, no puede permitirlo, pero siente el oxígeno enquistado en su garganta, sin poder hacer nada para que continúe su camino hacia los pulmones. Está ocurriendo, no puede ser, vuelve a ocurrir, me transformo, no puedo permitirlo: “Soy Nicolás Barajas Seco; los amigos me llaman el Seco; conduzco un camión de mercancías; mi esposa me quiere; mis hijos me quieren; y yo les quiero a ellos. Soy feliz, lo tengo todo, soy feliz”. Lo está intentando una vez más, control, control, control... Pero todo es inútil. Le falta el aire, se asfixia. Una vez más, sólo una vez más. La enfermedad fue un golpe de mala suerte, no va a ocurrir nada esta vez. Sólo esta vez. Sólo una vez más. Pone en marcha su camión y reanuda el camino. Lo ve. Es un chico muy alto, en un arcén de la carretera. Es de noche y no lo distingue bien, pero cree que es muy guapo, aunque con ese disfraz de furcia apenas puede distinguir su verdadera belleza. A él no le gustan los hombres, nunca le han gustado, él es muy macho, de los más machos de la flota. Esto es sólo una enfermedad, y la va a superar. Lo tiene controlado. Sólo una vez más y nunca más ¿Cuánto? A través de la ventanilla. Veinte euros por mamarla y cincuenta por darme... Vale, sube. Unos metros más adelante se desvía del camino. Detiene el camión en un llano, junto a un terraplén. Está impaciente, pero no quiere reconocerlo. Quítate ese disfraz de mierda. Se baja la cremallera del pantalón. Para mujer, ya tengo a la mía en casa. Se altera cuando el chico le dice que seguro que no es tan mujer como él. Tú no eres una mujer, no eres más que un maricón de mierda. Se altera más aún. Le agarra del pelo y dirige la cabeza del chico hacia su bragueta. El chico protesta. Me haces daño, por favor. Lloriquea. No me hagas daño, haré lo que quieras. Te lo hago gratis, pero no me hagas daño. Llora. El Seco se siente más y más fuerte. Maricón de mierda, deja de llorar. Le arroja fuera del camión y después se baja él. No puede contener su furia, acrecentada por las lágrimas del travesti. Aunque el joven intenta correr, los tacones y la tierra no son buenos amigos; tropieza y cae al suelo. El Seco se baja los pantalones después de golpearle varias veces con los pies en el estómago y en el pecho. Lo viola para descargar su furia, pero no consigue dominarla. Eyacula en su interior y continúa golpeándole, esta vez con los puños, en la cabeza. Cuando consigue calmarse, siente las manos pegajosas. Apenas ve, la noche es muy oscura, pero sabe que sólo puede ser sangre. Ya no oye las lágrimas del joven. Intenta que le hable, le zarandea, pero su cabeza está abierta. Al Seco le duelen las manos, no puede cerrar los puños. De rodillas sobre la tierra ensangrentada, abraza al joven, llora, le pide perdón. Pero ya sólo puede hacer una cosa: borrar las huellas. Él no merece ir a la cárcel; es sólo un enfermo, un pobre desgraciado; no le gustan los hombres, nunca le han gustado. Y no le gusta hacer daño a nadie, sus compañeros lo saben, sus amigos lo saben, su familia lo sabe. Es una buena persona. Esto es sólo una enfermedad, y las enfermedades se curan. No, no merece ir a la cárcel. Ha sido otro error, pero no merece ir a la cárcel por ello, destrozar a su familia, perder su buena reputación. Debe ocultar las huellas. Tal vez ni siquiera llegue a los medios ¿A quién le importaría? Debe ocultarlo y largarse de allí. No hay luz, no pasa nadie, nadie lo sabe, nadie le ha visto, nadie conoce a ese Seco, ni él mismo. Allí no ha ocurrido nada. Busca en su camión un bidón de ácido. Arrastra el cuerpo sin vida y el bidón en busca de algún desnivel del terreno. La ausencia de luz dificulta su labor. Cuidado, no vayas a caerte tú, se dice. Porque si te ocurre algo todo se sabrá, y eso no puede ocurrir. Tú eres una buena persona, esto se va a acabar. Al fin, un lugar apartado rodeado de maleza. Aquí tardarán siglos en encontrar los restos, si es que lo logran. No ve el cartel, unos metros más allá. Vuelve a su camión, se quita toda la ropa y se pone muda limpia. Tiene las manos llenas de tierra y sangre, pero eso es fácil de eliminar. Nadie lo sabrá nunca. Ya no hay huellas, ya no hay nada, y del chico quedará poco en unas horas...
Pobre criatura, qué le habría hecho a nadie. Sí que ha llegado a los medios, sí que se ha sabido. Cometió el error de arrojarlo en la fosa de una obra: había tan poca luz... Su esposa se lleva la mano a la cara, como si le importara de verdad ese chico. Pobre criatura, ¿quién habrá sido el salvaje?, mientras él piensa si quedaría algo por eliminar. Los hay desalmados, qué no tendrán en su casa para hacerle eso a un muchacho... Desde luego, responde el Seco, desde luego que los hay bestias...

martes, 1 de julio de 2008

MUNDO FELIZ, MUNDO CRUEL (PRIMER CAPÍTULO: EDUARDO, PRIMERA PARTE)

Se acaba el día. Ahora viene lo malo: llegar a casa, el silencio, la desolación de un hogar devastado por la enfermedad y la muerte. Un hijo entregado con egoísmo a los brazos de sus abuelos maternos, sin plantearse la capacidad o incapacidad educativa de los progenitores de la difunta madre. Un televisor mudo que ilumina la estancia donde cada noche muere un poco más. Una cocina en desuso, salvo el rincón reservado al congelador y el microondas, cerquita, muy cerquita el uno del otro, no sea que le dé por desviarse e intentar ser feliz dedicándose al arte culinario. Un sofá que recibirá, como cada noche, su pesado cuerpo con la docilidad de un cachorrillo; pesado el cuerpo no por la masa en sí, sino por el cansancio de vivir acumulado durante los últimos años. Un armario lleno de libros nunca leídos, guardados bajo llave: “Éste le habría gustado tenerlo, éste habría sido uno de sus favoritos”; y nunca deja de comprar libros para un fantasma, libros atrapados, después de ser adquiridos, en el hueco entre la pared y una puerta de madera con una cerradura, libros olvidados por no poder olvidarla a ella. Y una cama. Una cama fría que nunca ha vuelto a ocupar nadie, ni siquiera él, una cama que no ha sido profanada por nadie, para no perder el olor de su pelo en la almohada, de su cuerpo en las sábanas. Aunque nunca se acerca a olerlo, por si se escapa algo al deshacer el altar.
Al principio parecía que el tiempo lo curaría. Eso mismo le dijo el psicólogo cuando, meses más tarde, se dio cuenta de lo mal médico que era el tiempo. Y también se lo dijeron en la terapia de grupo a la que comenzó a asistir cuando el psicólogo ya no era suficiente. Lo decían personas en su misma situación, o al menos eso querían hacerle creer, que estaban en su misma situación. Pero no era cierto: aquellas personas querían vivir; de hecho, estaban vivos. Él estaba muerto, había muerto con ella.
“Debes luchar por tu hijo”, sus padres, sus hermanos, sus cuñados (antes de dejar de compadecerle y retirarle la palabra y hasta el gesto), todos le decían lo mismo. No le interesaba, no quería luchar, su hijo no le había necesitado nunca. Ambos habían necesitado a la misma persona, y ninguno de los dos la tenía ya. Después de todo, el niño era sólo un niño, podría superarlo, volvería a tener vida. Él no, a él se la habían arrancado a tirones. Y, si permanecía a su lado, acabaría por hacer lo mismo con la vida del crío, le consumiría, le destrozaría sin darse cuenta, porque ya no quería ser feliz.
“Nosotros también hemos perdido una hija”, sus suegros, cuando fue a abandonar definitivamente al inocente, trataban de persuadirle empleando ese recurso impío. Sí, habían perdido una hija, y por eso les regalaba lo que quedaba de ella en el mundo: el niño; ahora, ellos podrían superarlo mejor. Él no, él nunca podría superarlo. Y es posible incluso que lo hiciera de corazón, por los abuelos y por el nieto. Pero esto no le eximía de aparecer como un ser horrible ante sus propios ojos.
“Un día te levantarás y te darás cuenta de que ha vuelto a amanecer”, como si el enteradillo de la mesa de enfrente de su cubículo de la oficina tuviera alguna idea de lo vacío que se había quedado su corazón, como si a él le hubiese ocurrido algo similar, siempre con una sonrisa estúpida de hombre ingenuo con hijos estudiosos, esposa perfecta, casa en las afueras, reuniones de fin de semana con los amigos mientras los abuelos cuidan de los hijos... “Yo también era así, ignorante, yo también lo tenía todo”, decía para sí mismo, la vista siempre clavada en su escritorio, en la pantalla del ordenador, en cualquier lugar distinto de los ojos que le miraban con compasión o las caras que le sonreían con tristeza.
“Debes sobreponerte, algún día tendrás que empezar a vivir de nuevo”; pero ninguno de sus viejos amigos podía comprender lo lejos que quedaba ese día de su existencia, lo poco interesante que le resultaba hacer cualquier cosa que no fuese levantarse, vestirse, ir a trabajar, comer, beber agua, volver a casa y dormir; una rutina que le había costado casi dos años volver a recuperar. Y habían pasado tres. No quería luchar, no quería comprender, no quería que amaneciera, no quería sobreponerse ni empezar a vivir de nuevo. Sólo quería cumplir su sentencia, la sentencia autoimpuesta.
Debía cumplir su sentencia.
Porque era él quien conducía aquel día; era él quien iba discutiendo un problema de trabajo por teléfono; fue él quien se saltó el stop...

jueves, 29 de mayo de 2008

PALOMAS ILUMINADAS (26-sept-2004)

Es de noche.
De noche, la ciudad respira tranquilidad, aunque sea sábado.
La ciudad.
¿Y yo?
Para mí es distinto. La ciudad puede descansar. Yo no. Porque he cambiado. Yo ya no soy yo. Soy otra. Y la ciudad sigue siendo la misma.
¿Hay un antes y un después de mi vida?
¿Hay un antes y un después de mí?
Las palomas sobrevuelan la catedral y, con la iluminación de ésta, parecen brillar. Son palomas iluminadas. Parecen palomas cultas, palomas ilustradas, aves guiadas por la mano divina supuesta sobre la catedral. Pero, en realidad, no son más que pájaros volando por encima de un edificio histórico que está iluminado por la noche. Como yo.
Yo soy una paloma iluminada.
Antes era una gaviota, blanca y plateada por mí misma, de noche y a la luz del sol. Daba igual el paisaje: yo lo sobrevolaba todo. El mar, la arena, la tierra, las montañas... No había límites para mí, no había fronteras. Siempre quise ser gaviota, y no me di cuenta de que siempre lo fui. Hasta que llegué aquí.
Aquí cortaron mis alas.
Sólo bajé del avión, y fue la última vez que volé. Yo no lo sabía, pero era la última vez que volaba.
Me había convertido en una paloma iluminada, en OTRA paloma iluminada, y yo ni siquiera lo sabía.
El amor te convierte en una paloma iluminada; la edad te convierte en una paloma iluminada; el lugar hace de ti una paloma iluminada. Y no te das cuenta.
Yo no lo sabía, pero era la última vez que volaba.

QUÉ QUEDA

Cuando se acaban los sueños, ¿qué queda?
¿Qué queda, cuando se acaban los besos?
Cuando se funden los cuerpos, ¿qué queda?
¿Qué queda, cuando se queda el silencio?
Cuando se acaba la infancia, ¿qué queda?
¿Qué queda, cuando se cierran los cuentos?
Cuando se dicen mentiras, ¿qué queda?
¿Qué queda, cuando la verdad se ha muerto?
Cuando la vida no era
Lo que un día imaginaste,
¿qué queda, salvo frustración y miedo?

domingo, 25 de mayo de 2008

Y NOSOTROS NOS LO CREÍMOS...

... que cada seis de enero aterrizaban en nuestras casas los camellos de unos señores regios con capas de fina seda y cuellos de armiño, con espectaculares turbantes, dos blancos y un negro, con sacos cargados de regalos, y no comprendíamos por qué, si no lo pagaban nuestros padres y estos señores eran magos, había años en que sólo podíamos tener la imitación o ni siquiera eso porque era muy caro: ¿pues no eran reyes y además magos? Pero nos lo creímos, nos creímos que tres magos podían cabalgar por el aire, porque era la ilusión de cada año de millones de niños, y por eso lo creímos, porque nos gustaba creerlo, porque nos hacía felices aquella mentira.
... que por cada diente de leche inservible ya para nuestras necesidades de deglución, un ratón (menos mal que no se les ocurrió una rata, porque hubiese pasado en vela muchas noches de mi infancia o pegádome los dientes con cola de carpintero con tal de no verla aparecer) apellidado Pérez nos hacía una visita portando, ve tú a saber dónde, una moneda o billete, para los más afortunados, de un tamaño muy similar al del ratón, y lo dejaba generosamente bajo nuestra almohada, donde previamente nosotros habríamos depositado el objeto de la venta que el roedor se llevaba para guardarlo en su colección; y no nos preguntábamos hasta qué punto podía interesarle a cualquier ratón tener semejante colección de dientes, que ni que fuese a venderlos en el mercado negro; y no nos lo preguntábamos porque queríamos creerlo, porque era más fácil de sobrellevar la mella si te daban dinero a cambio de ir mellado, nos lo creímos porque nos lo contaban nuestros padres y eso bastaba para ser cierto, porque nos gustaba creerlo, porque nos hacía felices aquella mentira.
... que una virgen podía ser madre de un niño que, para mayor fascinación, hacía milagros (con el de ser parido por una virgen ya hubiera bastado), era vidente y resucitó tres días después de muerto sin criogenización ni nada, y nos lo creímos... pues no sé por qué, supongo que por comodidad, bien cierto es que muchos lo siguen creyendo, o por necesidad, la necesidad de no ser esta vida la última que vivamos.
... que si te daban un beso, te podías quedar embarazada, y una amiga mía lo estuvo creyendo hasta los quince años, edad a la cual quisimos sacarla de su engaño porque ya se movía en círculos en los que tal afirmación podía hacerla caer en el mayor de los ridículos y marcarla de por vida.
... que los niños venían en un piquillo blanco colgando del pico de una cigüeña, y llegaban a cada hogar por encargo previo de los futuro padres del bebé, y no nos preguntamos si éramos adoptados o esto era otra burda mentira, porque era una buena explicación a por qué le teníamos miedo a la altura. Y lo de la col, para qué mencionarlo.
... nos creímos tantas historias...
Pero la mejor de todas era aquella de ALGÚN DÍA CONOCERÁS A LA PERSONA CON QUIEN COMPARTIRÁS EL RESTO DE TU VIDA PORQUE EL AMOR LLEGA Y ES PARA SIEMPRE. Y nos lo creímos; y tan bien nos lo contaron, que lo seguimos creyendo. Creemos en los atardeceres mágicos, en las caricias limpias y verdaderas, en los cuentos de hadas, en los príncipes azules, en la relación perfecta, en la familia unida, en la compañía eterna, en la muerte arropada, en la vida compartida, en las cenas románticas, en los aniversarios apasionados, en la pareja ideal, en la casa y el jardín y el coche, en la conversación amena, en el interés del otro, en el respeto mutuo, en la confianza plena, en la fidelidad correspondida, en el feliz cumpleaños íntimo, en la vejez enamorada de dos que siempre se quisieron... Y mira que es más difícil de creer que lo de la virgen parturienta o el ratón coleccionista de dientes. Pues lo creemos, como un salmo, como una oración, EL AMOR EXISTE Y EXISTE UNA PAREJA PARA CADA OVEJA. Y de las ovejas no lo dudo, pero de los humanos... Sí es cierto que el amor está en todas partes, en el aire, como dice la canción; pero EN TODAS PARTES no es de uso exclusivo para el amor de pareja: amor al trabajo, amor a los hermanos, amor a los hijos, amor a los padres, a los amigos, a la música, a la lectura, a la Historia, al Arte, a las Matemáticas, a la Ciencia, a los insectos, al perro de uno... Se puede profesar amor hacia todo, incluso hacia el dinero, incluso el amor a Dios lo admito. No hay por qué vivir engañados, esperando algo que no llega, frustrados porque no llega, infelices porque no aparece y empeñados en que aún puede aparecer. Que no digo que no, que puede aparecer, pero lo convertimos en una cuestión de supervivencia, en una causa por la que luchar: la pareja, dos, que no piensen que yo no puedo. Pues a lo mejor es eso, a lo mejor es que hay personas que no pueden, que no han nacido para vivir con alguien, a lo mejor la opción de la pareja es sólo para unos cuantos a quienes el destino les tiene asignado ese camino, y para otros la opción es caminar con las manos en los bolsillos buscando monedillas sueltas para comprar una felicidad propia y no una preasignada. A lo mejor también era mentira, y debemos reeducar a nuestro subconsciente para convencerle de ello: que el amor no tiene por qué ser sólo de dos, que puede ser de uno y lo que elija, o de uno y punto, que los hay narcisistas y son tan felices. Y somos tan canallas que sentimos lástima por quienes están “solos”, como queremos llamarles. No, solos no, independientes, sólo hay que probar a cambiar el concepto. Hay que saber encontrar la felicidad en todas partes, en lugar de buscarla siempre en la misma parada ¿Qué se va el tren? Pues feliz viaje, será por medios de transporte.
Pero hay que tener en cuenta que esto nos lo creímos no porque nos hiciera ilusión (más bien nos hace ilusión por habérnoslo creído) sino porque nos asusta la soledad, nos da tanto miedo como la muerte o más, nos aterroriza pensar que un día lleguemos a nuestra casa y no tengamos a nadie a quien contarle qué hemos hecho ese día, nos produce pánico tener que cenar solos, y por eso hay quien aguanta las broncas, las peleas, las discusiones, las humillaciones, las omisiones, los engaños, las mentiras, los olvidos, las faltas de atención, los silencios, la desigualdad, y un largo etcétera de pruebas en contra de la pareja ideal de la que nos hablaron. Porque nos asusta la soledad.
¿Y no nos asusta equivocarnos?

viernes, 23 de mayo de 2008

TE LO PROMETO



Habían vuelto a hacerlo. La palabra PROMESA carecía ya de significado para ella: le habían hecho tantas y todas incumplidas... Como cuando le prometieron comprarle la bicicleta si dejaba de llorar. Entre hipidos y sollozos entrecortados, consiguió reprimir las lágrimas, y se secó la cara pensando: “Al menos... No será lo mismo, pero tendré una bicicleta”. Todo volvió entonces a la normalidad. Y tanto. Porque nunca le regalaron la bicicleta. Le aseguraban que la querían muchísimo, que era lo más importante para ellos. Por eso no lo entendía. También recordó aquella vez, cuando le prometieron un viaje a Disneylandia. Se había escondido en el armario y no quería salir. Aunque las puertas eran delgadas, el armario era el lugar más seguro de la casa para ella, su refugio. De allí sólo podían hacerla salir con promesas. Promesas incumplidas a priori, como siempre; pero ella era una niña, ingenua como una niña, inocente como una niña; ¿por qué no iba a creerlas? No hubo bicicleta y no hubo Disneylandia. No hubo cambios.
Durante unas vacaciones de verano, cuando el calor era insoportable y comenzaba el sudor a humedecer sus esperanzas, creyó realmente que las promesas comenzarían a cumplirse. Su padre llegó con una gran noticia: nos vamos a la costa. He alquilado un apartamento para pasar el mes de Agosto. Su madre pasó los últimos días de Julio sonriendo a pesar de todo. Tal vez ahora sí cambiasen las cosas. Sí, ahora cambiaría todo y por eso se lo contó a todas sus amigas. Iban a pasar las vacaciones fuera, como todos los compañeros de clase, como las familias normales que cumplían sus promesas. Pero llegó Agosto y, como cada año, el dinero para pagar el apartamento ya no estaba, se había evaporado, había desaparecido y, simplemente, ya no estaba. No hubo cambios tampoco entonces. Así que pasó la mayor parte del mes de asfixia estival metida dentro del armario, imaginando que sus estúpidamente felices muñecas iban a la playa y se tostaban al sol y no tenían ningún problema. A ellas, nadie les hacía absurdas promesas, nadie las engañaba. Eso sí: a veces, las tenía que castigar, como la tarde en que Barbie Malibú tomó demasiado sol y Ken tuvo que partirle un brazo para que no volviese a hacerlo.
Fue después de aquel verano, poco avanzado aún el nuevo curso.
Cada tarde, al salir del colegio, corría a casa pensando: “Hoy cambiará todo. Hoy cumplirán sus promesas”. Cada trote, cada movimiento muscular, cada balanceo de su melena, a un lado y a otro de su cara, cada paso... cada segundo soñaba con ese cambio: “Hoy cambiará todo”. Y así cargaba su mochila, más llena de esperanzas que de libros, hasta su casa. Acababa agotada al finalizar la jornada escolar, pero aún tenía fuerzas para soñar con una promesa cumplida: sólo tenía diez años. Debía soñar.

Aquella tarde, como siempre, llegó a casa sudando, alterada, despeinada por la carrera. Llamó a la puerta de su casa, tras la cual apareció, al abrirse, su madre, sonriente; la besó en la mejilla, como siempre; le preparó la merienda, como siempre; la ayudó a hacer los deberes, como siempre. Hasta la hora de la cena, no había cambiado nada. Aunque eran éstas las cosas que no quería que cambiaran: el olor a café por la mañana, cuando su madre se levantaba muy temprano para dirigir los acontecimientos cotidianos que se sucederían, al menos, hasta el mediodía; las tareas del colegio y los juegos con sus compañeros de clase; las excelentes notas de estudio tras su merecido esfuerzo; los paseos con su madre los sábados por la mañana, el único día de la semana que la acompañaba a hacer la compra y se tomaban un pastel juntas... Su infancia de niña normal, de niña feliz como las demás.
Llegó su padre del trabajo, cansado y ceñudo, como siempre. Y se sirvió un whisky, como siempre. Y ella empezó a pensar que tampoco hoy cambiaría nada.
Desde su dormitorio, comenzó a oír los gritos ¿Y la botella? Se habrá terminado, y ojalá se terminen todas ¿La has escondido? ¿Me quieres amargar la vida? Ya me la has amargado bastante ¿Yo? ¿Y tú a nosotras, qué? ¡Borracho! ¿Y la niña? ¡NO, la niña no! ¡Déjala en paz! Los mismos pasos por la escalera, fuertes y ruidosos, como siempre, tan rápidos que apenas pudo llegar al armario. Pero llegó. Sin embargo, había algo atravesado que le impedía abrir la puerta. Los pasos estaban cada vez más cerca, y la puerta del armario no se abría. El contundente golpe de la rígida puerta contra la pared le hizo volver la cara, un rostro lleno de pánico. Gritó, suplicó e incluso insultó, en su desesperación por no ser atacada... como siempre. Fue, involuntariamente, de un lado a otro de la habitación, siendo golpeada e insultada, pateada, abofeteada, por quién sabe qué delito ¿Nacer, tal vez? En un descuido de su agresor, corrió al armario, y por fin pudo abrirlo. Por más empujones y patadas, el energúmeno no logró hacer ceder aquella bendita puerta. Ella siempre pensó que Dios empujaba desde dentro para que no se abriera ni se rompiera.
Esperó, como siempre, a que se calmaran las aguas. Sabía qué ocurriría en las horas sucesivas: su madre, después de haber mirado sin atreverse a intervenir, aquella misma madre amorosa que le preparaba el desayuno cada mañana como si realmente la quisiera, pero que era incapaz de evitarle aquel profundo dolor, le hablaría después desde el otro lado del armario: “ Las cosas van a cambiar, cariño. Hemos estado hablando. Papá lo siente mucho; está muy arrepentido, y va a asistir a terapia. Todo va a cambiar, te lo prometo. Anda, sal, que mañana iremos a elegir tu bicicleta... Te lo prometo”. Palabras y promesas, como siempre. Palabras y promesas que ella ya ni siquiera oía. Eran como un murmullo sobre su subconsciente. No significaban nada, ya no eran importantes, como dos años atrás; dos años cayéndose por la escalera, tropezándose con la mesa o perdiendo el equilibrio en la bicicleta que no tenía; porque, para que nadie lo supiera, ella tenía que decir que era muy torpe. Dos años de promesas.
Miró al enchufe del armario y recordó algo que había aprendido en clase. Se subió sobre la cajonera y descolgó una percha de alambre. Mientras la dirigía hacia el enchufe, pensó: “Todo va a cambiar, te lo prometo”.
- Cariño... ¿estás bien?
Ahora sí.

miércoles, 21 de mayo de 2008

RELATO CORTO

LAS LÍNEAS BLANCAS

Creía ir conduciendo a una velocidad moderada. Pensaba en 120 kms/h, como máximo. Aunque, en realidad, no era en eso en lo que iba pensando. Supongo que fue el motivo por el cual me despisté un poco con la velocidad: ir absorta en un mar de pensamientos totalmente ajenos a la acción que me ocupaba. Mi padre siempre me lo dijo: “Hija, cuando vas conduciendo, vas conduciendo, y debes poner los cinco sentidos en la carretera”. Vaya, olvidó mencionar el sexto, y mi alma voló. Mi padre llevaba razón. Por eso, porque yo le daba la razón, siempre conduje poniendo los cinco sentidos al servicio del coche, porque un coche es un arma en manos de todo aquél que posee un cartón rosa relativamente fácil de conseguir. Y ya se sabe: las armas las carga el diablo y nos hacen sentir seguros e importantes. De modo que un coche, en manos de un zumbado, es peor que un rifle, pues puede llegar a matar a más gente con él. Por eso mi padre me lo avisaba siempre: “Hija, cuando vas conduciendo, vas conduciendo, y tienes que poner los cinco sentidos en la carretera”. Y el sexto, papá, y el sexto. Pero yo iba pensando, viviendo dentro de mi imaginación, viendo imágenes que nada tenían que ver con las líneas blancas de la calzada. Iba recordando momentos de mi vida pasada y enlazándolos con lo que yo esperaba que fuese mi vida futura, y confundiéndose, estos últimos, con lo que temía que iba a ser en realidad. Iba recordando cuando tú y yo nos conocimos. No fue nada romántico; sólo nos presentaron en una fiesta: qué común. Pero no fue entonces cuando yo digo. Yo me refiero a cuando empezamos a conocernos de verdad, no a cuando nos enteramos de cómo se llamaba el otro; cuando nos encontrábamos en la calle y nos parábamos a charlar; cuando se cruzaban nuestras miradas en un bar y entonces venías y hablábamos; cuando te veía en todas partes porque tú hacías por encontrarme; cuando me llamabas a cualquier hora del día o de la noche sólo para decirme que me querías y que me echabas de menos en tu cama; cuando nos reíamos jugando en la playa; cuando nos fuimos a vivir juntos; cuando nos casamos; cuando nos quedábamos dormidos en el sillón; cuando no cenabas mientras yo no hubiese cruzado la puerta de casa, y venías a recibirme con un beso y me decías QUÉ PRECIOSA ERES; cuando pasamos hambre porque tú perdiste el trabajo; cuando empezaste a beber; cuando me dejaste por otra; cuando te perdoné y volviste a casa; cuando decidiste que ya no me querías; cuando decidiste que te habías equivocado y que sí que me querías y volviste otra vez; cuando de nuevo me engañaste y te encontré con otra en la cama al volver del trabajo más temprano de lo acostumbrado; cuando te creí y me di cuenta de que no te creía realmente, pero no podía vivir sin ti; cuando perdí a mis amigos porque tú no querías que se acercaran a mí; cuando otra vez te fuiste, asegurándome que cualquier puta te podría hacer más feliz que yo... Iba recordando lo débil que había sido el día anterior, cuando cogí el teléfono aun sabiendo que eras tú quien llamaba. Los recuerdos felices debilitan al corazón... Iba pensando en lo difícil que me resulta estar sola. La soledad me lleva a vivir hacia dentro, evocando en el ambiente poco más que silencio y frío. Me asusta por este motivo, pues no tengo con quién hablar, ni tan siquiera para pronunciar frases inútiles y que no caigan al vacío, tales como VOY A TENDER LA ROPA, VOY A FREGAR LOS PLATOS, VOY A LEER UN RATO, una de las actividades más amigas de la soledad, o VENGO EN UN PAR DE HORAS. Incluso cuando mi espíritu no está solo, incluso cuando la soledad no es sino física, me asusta, porque me asusta quedarme a solas conmigo misma: demasiado tiempo escuchándome. Por eso accedí a verte, porque estar sin ti es estar sola, porque no puedo vivir sin ti o, mejor dicho, no puedo vivir con nadie más. Habíamos quedado esta tarde. Ni siquiera te presentaste. Me enviaste un mensaje al móvil, diciéndome que ya no necesitabas verme, que ya estaba todo arreglado... Supongo que significa que a ti tampoco te gusta la soledad. Iba recordando que salí de la cafetería deshecha en lágrimas, como una colegiala, a mis treinta y cinco años. Iba recordando que el destino había querido que cien metros más allá, me tropezase con ese hombre que ha estado tratando de conocerme fuera de la cama, ese hombre que no debe de haber sufrido jamás en su vida porque aún se permite el lujo de imaginar que alguien le puede hacer feliz, ese hombre paciente que parece no saber qué significa la palabra UTILIZAR. Iba recordando que, en plena calle, le había gritado, como una histérica, que me dejara en paz, que nunca llegaría a ocurrir nada más, que no quería querer ni ser feliz ni una segunda y estúpida oportunidad (¿quién me había dado la primera?). Iba recordando que él me había abrazado y yo había llorado hasta desahogarme, primero en la calle, después en el coche, después en casa, después en un restaurante donde no pude probar nada más que el whisky, el agua y el tabaco, después otra vez en casa, hasta que me tranquilicé y empezamos a reírnos. Iba recordando que él no había querido quedarse a dormir porque pensaba que yo necesitaba estar sola. Iba recordando que le había echado de menos cuando se fue y miré a través del cristal y le pregunté a una estrella y ella me había dicho NO TENGAS MIEDO A TEMER PORQUE ES UNA REACCIÓN LÓGICA QUE NOS PUEDE LLEVAR INCLUSO A SER FELICES. Iba recordando que me puse el abrigo y cogí el paraguas y salí corriendo hacia el coche para ir a su casa. Mi padre siempre me lo dijo: “Hija, cuando vas conduciendo, vas conduciendo, y debes poner los cinco sentidos en la carretera”. Incluso el sexto, papá, el sexto, también. Pero yo iba imaginando. Iba imaginando que llegaría a casa de ese hombre que no había conocido el dolor. Iba imaginando que llamaría a su puerta y me abriría sonriendo, y me abrazaría y me besaría y me diría que, con él, ya nunca volvería a estar sola y que no tenía nada que temer porque él nunca me haría daño. Entonces recordé que, en realidad, tú nunca me habías hecho esa promesa, y por eso yo ahora estaba sola, sola sin ti, sola sin amigos, sola sin familia, sola sin mí, porque tú habías destrozado todo cuanto yo fui. Recordé que ese hombre maravilloso no podía prometerme nada porque estaba casado. A él tampoco le gusta estar solo. Recordé que había pasado por alto este detalle, que no podía ir a su casa porque su esposa sólo se iba los fines de semana alternativos, y yo no podía forzar ninguna situación. Y pensé en dar la vuelta. Mi padre siempre lo dijo: “Hija, cuando vas conduciendo, vas conduciendo, y debes poner los cinco sentidos en la carretera”. ¿Y qué hay del sexto, papá? Pero yo iba imaginando, imaginándome de nuevo en casa sola, con una botella de vino, y dos y tres, vomitando en el servicio, volviendo a enfrentarme al mundo al día siguiente, intentando sonreír para no llegar a dar pena a nadie, para no darles la oportunidad de compadecerse de mí. Porque la gente es muy dada a la compasión: es otra forma de despistar a la triste realidad de sus propias existencias. Iba imaginando mi vida, un día tras otro sin nada más que soledad, silencio, trabajo y lágrimas. Iba imaginándome frente al espejo, cansada, triste, con la mirada perdida y los ojos empapados. Iba imaginando un día, y otro, y otro... 24 horas, 48 horas, 96 horas, 192 horas, 264 horas, 568 horas, 1136 horas... Iba imaginando que, en cualquiera de los minutos de cualquiera de las horas de cualquiera de los días de mi vida, todo podía cambiar; iba pensando en largarme de la ciudad, a otro sitio, daba igual a cuál, y empezar de nuevo; iba pensando en cambiar el número de teléfono para que tú no pudieses volver a llamarme, ni él, ni nadie que ya conociera ¡Iba pensando en volver a vivir, en cambiar la línea de mi vida! Y no me di cuenta de que la línea de mi vida ya había cambiado. Había cambiado de sentido y, en lugar de ir recta, iba hacia la izquierda. No me di cuenta, y yo seguí hacia delante. Fueron décimas de segundo, durante las cuales vi todo cuanto no había visto hasta entonces: que iba a 180 kms/h, que la línea blanca ya no estaba, que tal vez nunca hubiese estado, y que quizás fuese esto lo mejor.

MI HERMANO (RELATO CORTO)

MI HERMANO

Ya no estás.
Eras mi confidente, mi amigo, mi compañero de estudios y de juergas, eras mi hermano, eras todo para mí. Pero ya no estás.
Miro a mi alrededor y siento tu presencia, incluso puedo sentir tu voz, como si me estuvieses hablando ahora mismo, en este preciso instante, aquí, a mi lado... Y no es cierto, no debo engañarme: no estás. Y añorarte sólo me hará más daño del que ya me está haciendo tu ausencia. No, no puedo, no voy a echarte de menos, no pensaré en ti. Pero, ¿cómo lograrlo? Es tan difícil para mí... y para todos...
He oído a mamá llorando en su dormitorio. No sé si logrará superarlo. Ahora sólo le quedo yo, y quizás no sea suficiente para ella, quizás no pueda hacer desaparecer tu fantasma en mucho tiempo. Papá querrá que juegue con él a lanzar canastas, como hacía contigo, y yo no estaré a tu altura, porque siempre fuiste mejor que yo. Mamá me comparará contigo constantemente: “tu hermano nunca hizo eso, tu hermano no protestaba, a tu hermano le gustaba todo...”. Ahora te odio. No sé cómo has podido hacernos esto ¿Es que no eras feliz entre nosotros?
He intentado sentarme a estudiar, como hacíamos los dos. He tratado de concentrarme en el libro, en los apuntes, en el ordenador; pero no lo he conseguido. Cuando creí estar estudiando, desperté de pronto y, como si hubiese sufrido un ataque de amnesia momentáneo, me he visto a mí mismo llorando, con la cabeza enterrada entre las manos, el pelo revuelto. No puedo hacer nada sin pensar en ti, porque todo lo hacía contigo. Hermano, ¿por qué te has ido?
Nuestros amigos no pararán de hablar de ti y me compadecerán cuando yo esté con ellos. Me preguntarán cómo me encuentro, cómo me siento, y yo ladearé la cabeza, o mentiré y diré que estoy mejor que nunca. Y todos se preguntarán si podré seguir sin ti. También ellos me compararán contigo: “Tu hermano sí que sabía, tu hermano nunca suspendía, tu hermano era quien más ligaba...”. Ahora te odio, hermano.
Por la noche, antes de irme a dormir, miro tu cama vacía, tu habitación desolada por tu huida, miro a las estanterías, donde cada libro, cada lápiz, cada fotografía y cada una de las figuras de El Señor de los Anillos que coleccionabas continúan ocupando su lugar. Mamá no quiere cambiar nada: cree que volverás como cada día, te sentarás ante tu escritorio para estudiar, como cada día. Hasta yo estoy seguro de ello, a veces. La vida sin ti es demasiado dura, y eso la hace más llevadera.
La abuela vino a comer el pasado sábado, y preguntó por ti: pobrecilla, la edad está acabando con su memoria. La abracé, y no quise desilusionarla: “Está en un partido de baloncesto”, le dije. Y tuve que contener las lágrimas para evitar que descubriera mi mentira.
Papá, mamá y yo hicimos todo lo posible por que fueras feliz, pero has sido siempre tan rebelde, tan inconformista... Cuando comenzaste a quejarte por todo, hace un par de meses, a encerrarte en tu habitación, a contestar de cualquier forma, a discutir con papá y conmigo... supimos que algo te ocurría, pero preferimos pensar que era una etapa. Qué ilusos. Empezaban a aburrirte todos nuestros juegos de ingenio, el deporte, todo cuanto hacíamos juntos, incluso los estudios. Yo ya no sabía qué hacer, pero ahora me digo a mí mismo que no hice lo suficiente. Si lo hubiese intentado con más ganas, si hubiese puesto toda la carne en el asador... Papá y mamá se sienten culpables por haberte dado tantas cosas materiales. Pero yo no les culpo; creían hacer lo mejor para nosotros.
Ahora me culpo por todas nuestras discusiones: tal vez alguna de ellas fuera el detonante de la bomba latente en tu cabeza, tal vez alguna de ellas haya sido el motivo que nos separó de ti.
Es de noche, hermano. Voy a intentar dormir. A menudo me despierto en mitad de un sueño o de una pesadilla, y me acerco hasta tu dormitorio, creyendo que aún estás ahí y duermes al otro lado de mi pared. Pero sólo compruebo y confirmo tu ausencia.
Y no puedo parar de preguntarme... ¿a ti qué puñeta se te ha perdido en Alemania?

lunes, 19 de mayo de 2008

Y LO LLAMABAN SACRIFICIO

Por eso me decían PIÉNSATELO PIÉNSATELO PIÉNSATELO MUY BIEN PIÉNSATELO... Y, como de costumbre: impulsiva, pasional e irreversiblemente testaruda, así como bastante prepotente; no me dio la gana de pensar más de 33 años y empecé a intentarlo. Sí, es cierto; me recuerda mi alter ego su pretérita presencia: no siempre quise ser madre. Es más, nunca quise serlo. Nunca antes de los 33 años. Pero como de costumbre: impulsiva, pasional, y nada más esta vez, lo decidí de la noche al día, casi en sueños; en sueños, porque yo ya soñaba con mi niña antes de ser abordada con fiereza por el anhelo de maternidad; en sueños, porque mientras dormía debió de ser, que me levanté una mañana plenamente capaz de dedicarle mi vida entera a obtener una sonrisa de su minúscula boquita, una carcajada inocente para ver los dos hoyuelos que flanquean su preciosa expresión de felicidad; en sueños debió de ocurrir, porque de pronto ya nada me hacía feliz, sólo la esperaba a ella, aun sin visos de aparecer, sólo la necesitaba a ella, aun sin aún saber que sería ella y no él, sin saber siquiera si llegaría a ser algún día, sólo podía pensar en cuando llegase, y me di cuenta de lo infeliz que había sido hasta entonces el día en que el palito - por qué llamarle stick si tenemos una castiza y hermosa palabra para traducirlo -, el cual, por cierto, conservo en un marco como si de una obra de arte se tratase, me mostró su simpática risita paralela: ya te puedes quedar tranquila, guapetona, ya lo has conseguido, parecía decirme. Y todo mi pasado desapareció ante mis ojos: las interminables y divertidas juergas, las tardes enteras en la playa y las noches de moraga, los viajes, las ferias, las mudanzas porque sí y la vida nómada, qué risa anoche y qué comida de empresa interminable, qué tío y qué colocón... y qué aburrimiento de repente, porque todo empezó a parecerme tedioso salvo hablar de la última ecografía o los bultos que se desplazaban por mi orgullosa y enorme tripa. Toda mi vida anterior quedó difuminada en un mar de manchas negras y grises con un marco blanco alrededor: AQUÍ ESTÁ TU BEBÉ; para ser sincera, ni siquiera ahora podría asegurar que no me hicieran la pirula y me enseñaran la fotocopia de la oreja de un auxiliar de clínica con ganas de guasa, pero yo me volví a casa con lágrimas en los ojos, y esperé con impaciencia para enseñársela a todos (el primero, su padre, quien por hoy es ya sólo su padre, que no mi pareja, pues la misma emoción que yo sentía por el embarazo, la sentía él por no haberse retractado a tiempo), a mis padres, abuelos por primera vez, a mis hermanas, tías por primera vez, a mi tía, tía abuela por primera vez, a sus hermanos, a quienes les traía sin cuidado y parecía que les estuviese enseñando un ejemplar manuscrito de ochocientas páginas de una enciclopedia de ornitología, supongo que por aquello de la edad y las circunstancias más difíciles al ser hermanos sólo de padre. Después contagiaba a todos mis amigos, conocidos, y hasta por conocer, de mi felicidad, eco en mano MIRA MI BEBÉ, como si yo fuese el ginecólogo y de verdad pudiese distinguir algo en semejante amalgama de borrones; las caras de chinchón - que se me hace más español que el póker, aunque no sé jugar a ninguno de los dos - quedaban rápidamente disueltas al ver la luz que parecía emerger de todo mi ser; debía de causar bastante ternura ver a la sargento de acero sonriendo como si fuese una niña pobre a quien le acabasen de regalar la muñeca más cara del mercado. Todos - menos el padre de mi hija - comprendían mis cambios de humor, mis nervios destemplados que de pronto se convertían en una risa más nerviosa aún cuando alguien preguntaba NIÑO O NIÑA y respondía NIÑAYSEVAALLAMARCOMOSUABUELO, así, de carrerilla, como si el interlocutor se fuese a marchar dejándome con la palabra en la boca.
Tenía un resorte: CÓMO TE ENCUENTRAS era la clave para hacerlo saltar, porque entonces empezaba a parlotear sin control, a contar las peripecias de mi feto, mis suposiciones acerca de su probable carácter - vaya tontería - a merced de las patadas nocturnas, o sobre sus supuestos gustos musicales - eso, mire usted, vino a ser verdad - a juzgar por la quietud o trasiego en mis entrañas según la melodía escuchada.
Tenía un resorte: PUES CUÍDATE QUE ESTÁS COGIENDO MUCHO PESO era la clave para hacerlo saltar, porque entonces comenzaba a decir que ya volvería a adelgazar en cuanto pudiera hacer deporte otra vez, y que si no me daría igual, porque ningún cuerpo 8 -que 10 tampoco lo tuve nunca- se podía comparar con la felicidad que sentía sólo con pensar "estoy embarazada y voy a ser madre", algo, esto último, que sólo llegué a creerme de verdad el 15 de marzo de 2007; y me hablaban de no dormir, de no comer, de no tener vida a partir de entonces, ni cine, ni salidas, ni sexo, ni nada de nada, me hablaban de lo difícil que sería todo cuando ella naciera.
Tenía un resorte: ES QUE TENER UN HIJO ES UN SACRIFICIO era la clave para hacerlo saltar, porque entonces los restos de quien fui quedaban totalmente sepultados bajo el alma poseída - por la diosa de la fertilidad, por lo menos - de quien empezaba a hablar: que para quien sea un sacrificio, mejor que no lo tenga, que la decisión la tomé con todas las consecuencias, que ya he vivido todo lo que tenía que vivir... y todo con la piel de lagarto, con la lengua de serpiente y los ojos de mosca y me cargo a quien lo repita; debía de dar más susto aún que la sargento de acero, porque sólo quien más confianza tenía aún osaba decir ESO LO DICES AHORA, y ahí sí, ahí sí resurgía el Ave Fénix, ahí sí volvía la que murió el día del palito, con sus dos cuestiones, a despotricar acerca de la inconsciencia de otros y defender mi plena confianza en mi amor hacia mi hija, amor incondicional y sin excepciones de fin de semana, sin momentos de flaqueza, sin torpes dudas sobre mi capacidad como madre.
Y aunque callaban, nunca me creyeron. Hasta que nació.
Nació.
Nació mi niña, nació mi pasado, y mi presente y mi futuro.
Nació mi vida, pues me pareció que yo nací con ella.
Nació, y todo lo demás murió, todo quedó atrás, todo empezó a perder sentido, si alguna vez lo tuvo. Me la acercaron a los brazos y ya no fui yo nunca más, ya no fui nadie, ya sólo fui su madre, MAMÁ, porque entonces empecé a creerlo de verdad: SOY MADRE, decía, varias veces, innumerables veces, a mis hermanas, QUE SOY MADRE, para creérmelo, tratando de encontrar algo más en mi memoria, algo más que sus ojitos curiosos o sus diminutas manos tratando de aferrarse, confusas, al aire que rodeaba su cuerpecito neonato; QUE SOY MADRE, y ahora creo que siempre lo fui, pero no MADRE, simplemente, sino SU MADRE, porque si bien he vivido todo lo vivido y sé que lo he vivido, pienso y siempre pensaré que lo vivido lo viví para vivir ahora por y para ella. Porque mi vida es ella.
Mi vida es levantarme cada mañana para ver cómo se incorpora en la cuna y empieza a sonreír, con los ojillos aún a medio abrir, despeinada, restregándose la cara con las manos, hablando un idioma ininteligible y que, curiosamente y por obra y misterio de la Naturaleza, yo entiendo...
para verla caminar con la torpeza que corresponde a sus catorce meses...
para verla reírse de corazón como ningún adulto sabe reírse, cuando le hago una payasada que a ella, a juzgar por su alegría, debe de parecerle lo más gracioso que se ha visto jamás...
para no dormir velando su sueño, para no comer jugando con ella, para no tener vida propia por adaptar mis horarios a sus rutinas...
Para ser feliz, en definitiva. Algo que jamás pensé que fuese posible: ser feliz...
Y lo soy, porque soy su madre, yo, y sólo yo, soy su madre, ninguna otra persona lo es, sólo yo, y ninguna otra persona lo será, porque lo soy yo. Y tengo vida propia: trabajo, leo, escribo, tengo familia y amigos... Pero, sobre todo y antes de cualquier otra función, soy su madre. Su cuidadora, su educadora, su guardiana, la primera en ver su sonrisa por la mañana, la última en darle un beso por la noche.
Y lo soy, porque ella es mi hija, y ninguna otra mujer tuvo el privilegio de llevarla dentro nueve meses; llevarían a otros, pero a ella no, a ella la llevé yo y sólo yo.
Y soy feliz porque ya no necesito buscarle sentido a mi vida, porque ella se lo ha dado, porque ella no trajo un pan bajo el brazo, pero trajo todas las respuestas a las preguntas que siempre me hice, o la única respuesta, porque para todas aquellas viejas preguntas formuladas a lo largo de casi 35 años, sólo hay una respuesta, una gran respuesta: PARA SER SU MADRE.
Por eso, por ella, ahora soy feliz.
Y lo llamaban sacrificio...